Por Jesús Gómez Morán
Lo
primero que me brinca a la vista en esta plaquette titulada Legajos, es el tono de Alina Hernández,
quien evidencia haber superado los posibles titubeos a que todo debut puede
conducir, probablemente debido al segundo lugar obtenido en el cuarto Torneo
“Poesía en el Cuadrilátero”, dándole tablas y una seguridad en la voz. En
cuanto a su contenido, considero que un efectivo acercamiento a todo texto
literario se puede llevar a cabo haciéndole preguntas a la obra en cuestión. En
el caso de esta ópera prima de Alina cabría preguntarse: ¿por qué “legajos”? El
término remite en primer lugar a un asunto de índole legal, quizás jurídico.
Sin perder de vista esta circunstancia, a continuación voy a hacer exposición
de varios elementos que aparecen en estos poemas y tal vez a partir de ellos se
pueda despejar la incógnita.
Dos son los aspectos temáticos dominantes en esta
plaquette. Uno sería la dimensión de lo citadino. El otro, que se desprende del
anterior, se enfoca a dar cuenta de cómo se vive en la ciudad desde una
perspectiva femenina. Me explico: al interior de esta ciudad de México la
violencia cotidiana es la misma tanto para hombres como para mujeres, pero hay
sin duda una variante en cuanto a género se trata, pues a veces se vuelve
especialmente agresiva para las mujeres que la habitan: “Los hombres-sonrisas
vieron la piel verde de mis párpados y me regalaron una máscara” enuncia el yo
poético en “Días felices”. Dentro de dicha temática, éste es apenas un primer
nivel de lectura: hay otro que surge a nivel socio-histórico y la condición
nacional es susceptible de expresarse (más allá de un estudio antropológico) en
estos términos: “me disfrazaba con trajes de bailarina y cantaba con voz
prestada por sonrisas extranjeras”, dice en el mismo poema.
Y todavía existe la posibilidad de plantear un tercer
nivel, de carácter psicoanalítico, mismo que podría enlazarse con los dos
anteriores, a partir del elemento de la máscara, como sucede en el poema “La
mirada de los otros”. En este texto, el título hace pensar no sólo en la tesis
de que “el infiernos son los otros”, proclamada por Jean Paul Sartre en A puerta cerrada, sino también en el
sentido de que disfraz, voces y hoguera son símbolos de algo que va más allá de
una mera fragmentación de personalidad. ¿Quién es la víctima de esa violencia
de aceptar esquemas provenientes de fuera, que la obligan a gritar “que soy
ellos,/ que soy todos,/ menos yo”? ¿La prostituta aludida en “Moneda para el
recuerdo”? ¿La historia patria? ¿La ciudad misma? Me parece que en los tres
casos es procedente una respuesta afirmativa.
En suma, mi hipótesis de interpretación se sustenta en
decir que estos Legajos conforman una
denuncia poética dirigida a los tres aspectos de una realidad enmascarada a
chaleco, por más cotidiana que parezca. Y a veces, de tan honda que quiere
brotar dicha querella, parece que no alcanza a materializarse: “Yo quería
nombrar un árbol,/ sin embargo se ha secado/ en el transcurso de mis labios”. Sin
embargo al mismo tiempo hay una voz que se alza con el arrojo suficiente para
presentar una línea que fractura este sistema opresivo, una respuesta posible a
ese estado de alienación: por más que detrás haya una mirada amenazante, el
lúbrico momento de cuerpos y fluidos interpenetrándose referido en “Canción de
Mirra” constituye un tiempo y un espacio que opone resistencia a esa realidad
enmascarada, nos dice la voz poética, así sea a través del fugaz vaivén del
coito, descrito como “una canción de cuna aprisionada entre mis muslos”.
Escritura estremecedora no sólo por sus temas, sino por la
apertura enunciativa de su autora, estos Legajos
refrendan pues el inmemorial compromiso inherente al ejercicio poético: el de
llamar a las cosas por su nombre.
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