domingo, 18 de enero de 2009

Cadáver con ciruelas para Isolda Dosamantes

Por Adriana Tafoya

Quisiera caminar en reversa como el hombre del parque,creer que con eso le doy tiempo a mi vida y descamino lo andado.Fragmento del poema Al otro lado, de I.D.

Siempre hay tacto con delicadeza cuando se da la opinión sobre una obra o un libro, en este caso un poemario, y más escrúpulos y cuidado cuando el comentario que se tiene que dar versa sobre un premio, ya sea nacional, internacional (o como le dicen en estos medios) un premio pequeño. Para el caso da lo mismo, un premio es un premio y la sensación que viene al comentario, o la crítica aunque no sea pedida, sigue siendo lo mismo. Este año Isolda Dosamantes obtiene este ya histórico galardón, que remonta su origen allá por 1903, y que nace en el Carnaval de Guaymas, Sonora. Juegos Florales que en el mismo nombre llevan lo poético.
Este libro que al principio se titulaba “Abanico de palabras”, terminó convirtiéndose en un “Paisaje sobre la seda”, porque es una metáfora de la memoria, y del abanico que la deletrea; título mucho más acertado. Isolda, poeta que al poco tiempo de conocerla se tiene una impresión clara, tácita de una personalidad: la poeta Isolda Dosamantes no se caracteriza por tener una personalidad pretenciosa ni deshumanizada, sino al contrario, impresionista, sencilla, al igual que su poesía, y con una cualidad aún más alta que las anteriores: a Dosamantes para nada le cambia la vida un premio de poesía. A Isolda le sienta bien el reconocimiento, no la afecta, no le hace daño. Para ella posiblemente, éste será un premio más de los posibles premios que el futuro le pueda obsequiar. No pierde la cabeza, es una persona consciente que los premios aunque ayudan (al reconocimiento), no hacen al poeta, pues para serlo hace falta más que escribir poesía: construirla a costa de su propia vida. Este libro da excelente pretexto para hablar de los premios, de los poetas, y por sobre todas las cosas, de la poesía. Queda abierta la invitación.
La poesía de Isolda Dosamantes es de una hechura delicada, tanto como puede ser la poesía, que aquí, efectivamente, puede recordar el bucolismo y la precisión oriental, hay en este paisaje un sol de dos caras; un sol de fuego líquido que al entrar entre las cejas pobladas del horizonte, nace en la mente de Isolda y florece como un sueño ámbar, como una hostia de agua, o simplemente como florecen los sueños. Sin embargo el corazón de la poeta, es mexicano, enarbola con belleza, afortunados poemas, certeros y redondos, como lo son Arañas en el brocal, Al otro lado, Mirar atrás y Paisajes sobre la seda. Poemas que seguro causarán deleite en quien los lea, pues parece ser así su intensión: provocar placer al lector al dejarse acariciar por estas sedas.
En las calles de Beijing la gente seguramente volteaba a ver el jardín que florecía a lo largo del boulevard cuando caminaba Ella, la poeta o la académica, la extranjera que paseaba sobre el asfalto y abría las puertas de persiana, en cantinas que construía ahí, en el callejón, que de pronto de noche, una calle, que antes se llamaba Lao Tse, se volvía Motolinía-Allende-Madero-Gante, y luego, más tarde, de madrugada, la cobija de polvo se convertía en petate para el amor rupestre de los que aman bajo la penca de un maguey.
Isolda Dosamantes fluye en el carnaval de la nostalgia, del melancólico etílico que hace la sangre se aligere y bombee ese corazón abstracto, hendido en las jaulas edificadas en pagodas altísimas, edificios de los cuales cualquier Miguel Hernández hubiese realizado el “salto mortal serenamente”, a no ser por el ancla del beso, los labios en otros labios, aunque sean ajenos, la lujuria que incendia el bosque púbico de los amantes, aunque estén lejos, aunque ya no se amen, encerrados en un fósil pensado, en una pose o postura del kamasutra permanecen congelados, repitiéndose una y otra vez, reproduciéndose recuerdo en el orgasmo nítido que florece nuevamente entre los dedos o labios, o cuello, pezones; florece en los cabellos eléctricos, en la llama de la lengua, en la ventana abierta hacia el mar de las mortajas, donde quieren lanzarse para reaparecer en una playa pasada, donde dos cuerpos de arena se deshacen y regresan espuma al oleaje que se adentra al ojo de la burana marítima.
Es un clamor este pájaro que chirría, que canta, o alegre pía por los frutos oníricos del árbol de la memoria, y luego se baña en el río resplandeciente que cruza la ciudad sitiada en los huesos crepitantes de una poeta que busca y encuentra el amor como una pincelada que pone en su espalda, o brazo, en su entrepierna o cerviz. “La sorpresa de un monje tibetano / Es una mano, dibujando (su) cuerpo”.

Pero son sombras estas alas de pájaro que cierran la ventana, como cortinas de plumas tornasoles, arcoíris iridiscente de los pasos nocturnos de dos amantes que descienden al lecho a escombrar el desorden del cuerpo con sus dedos navaja, con su sexo bisturí, con su lengua de insecto larvario, para inocular, para guardar su palabra secreta en el oído- angustia, enfermo de sed, de tacto, de laberinto hasta la entraña retráctil de deseo, punzante en la ingle. Y sobre la barra del bar caen hojas de álamo; un otoño en las rocas, una baranda por la cual transitan bicicletas malabaristas con la suerte de magníficas piruetas.

Pero el ayer cuando vuelve es una “lágrima que se hace piedra en la garganta”, y el canto de los pájaros es el llamado del día después de una borrachera tremenda, y no querer levantarse, aunque Isolda te llame y te de los buenos días y te incite a abrir los ojos. Se abre el abanico del día, y es tenuemente, un arcoíris en la lluvia.

Le deseo mucha felicidad a la poeta que provoca tan agradables sensaciones.

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