domingo, 18 de enero de 2009

Las 80 formas evolutivas de una poesía con contenido*

Por Andrés Cisneros de la Cruz


Cuando conocí la puerta que me condujo a la obra de Enrique González Rojo, se suscitó un fenómeno fuera de lo común respecto a otros poetas que había leído entonces. El portal que tenía en mis manos, ese libro que era una Dimensión imaginaria, contenía adjunta al poema, que además se bifurcaba en dos versiones, una teoría (un bosquejo de ésta) para lo que concebía el Poeta como creación. No era un manifiesto en sí, sino un trabajo que planteaba una estructura, una conciencia sobre la poética. La búsqueda de una poesía mexicana, lógicamente desembocó después en los poetas que han compuesto una idea general de la poesía en esta República hambrienta de poemas. Conocí a los estridentistas, el infrarrealismo, y otros grupos que generaban literatura, pero que no iba acompañada de este fondo teórico tan íntimamente entrelazado a la preocupación filosófica del creador poético.
La fascinación y sorpresa fueron aumentando con los años cuando descubrí que un halo extraño rodeaba éste primer gran hallazgo, pues, aunque todos los grandes poetas que encontraba eran de inolvidable embeleso, ninguno cubría esa necesidad primaria que exigía el entendimiento de una literatura mexicana, y por otra parte, tampoco hacían mención de este suceso que existía ya en forma de libros, en una vasta creación de propuesta. Fui consciente entonces que Enrique González Rojo era un poeta único en su especie, un caso que conducía hacia un enigma, que se sigue intentando resolver: lo que hacía este poeta, no era un garabateo que venía a imponer un destino, ni un orador excelso constructor de poemas monumento, sino un poeta que había asumido cabalmente su compromiso con el lenguaje y sus ideas, y se había empeñado en construir una claridad para producir así en la gente el efecto de la inteligencia. Qué malicia esta de querer dominar sin pena alguna este don, este poder, de lograr conectar al lector con ese latente corazón negro que es el cerebro, y entregarle algo, poema entendido como un fruto, producto no del azar, sino de la amorosa entrega del descubrimiento que el poeta tuvo al golpearse contra los límites aparentes de (su) realidad.
González Rojo es un desobediente civil, como Thoreau o Gandhi, uno verdadero, no de palabra, sino de acto/palabra, de palabra conversa acto. Es, sin levantar la voz, y “aquí nada más entre nosotros”, un ser que ha logrado construir un Mundo infinito, con la enseñanza que conlleva el hermoso acto, no de la marginación, sino de la rebeldía consigo mismo, su capacidad autocrítica y de reconstrucción. Deconstruir la realidad no es simple, no sin malicia, y Enrique González Rojo ha dicho, ese camino no seguiré: no caminaré por esa cuerda floja y rígida que traza el destino a los seres, no poblaré el núcleo enfermizo donde los ciegos tropiezan una y otra vez con látigo del Todo Poderoso.
Rojo es un poeta que ha recorrido la caverna oscura del pensamiento; y que en los diferentes contextos ha mantenido su erguida postura, su puño armado de filosofía. Su riesgo por anclar el pensamiento en contra de la inercia, del agua sucia que apuesta por la no-poesía, por el hilado de palabras en una armonía de ruidos para soportar y sustentar la realidad tal cual es. Qué avasallante es la sensación de esta delgada capa de hielo por la cual caminan los poetas.
En una entrevista cierta ocasión le preguntan a Enrique que si opina que la poesía tiene algo que ver la política y lo social. Su respuesta fue: no tienen algo que ver: la poesía es trabajo político y social. Dime qué escribes y te diré quién eres. ¿Qué es lo que da un poema?, ¿qué nos entrega cuando nos toca, que nos vierte cuando nos habla?, ¿quién lo escribe, y para qué? González Rojo nos entraña en esta bitácora donde el poeta deja de ser inútil, y al mismo tiempo, deja de ser incuestionable, deja de ser el gurú, el autómata infernoso o divino que, incluso con palabras vacías, se puede preciar de su Alto Mando. A qué grado la palabra puede ser veneno que gustosos deglutimos.
Alguien preguntó, ¿por qué González Rojo sería el nodo que termina de constituir una idea general de la poesía mexicana? La respuesta es simple. Porque Rojo no ha claudicado en la búsqueda del humano. No se ha vencido ante el aparente desmoronamiento emocional de las generaciones, o ante lo imposible de hacer poesía para transformar el mundo. No ha caído en la fácil tarea de eternizar el absurdo o el dolor inútil de los seres, o la errática fuente de la certeza. No ha resbalado en la arena movediza del posmodernismo, y es un poeta que se ha dedicado a entender la naturaleza humana como algo variable, que puede ser construido.
Rafael Xalteno López escribe en un ensayo sobre la condición humana en la obra de González Rojo, que “no puede rotularse su producción intelectual, como resultado del trabajo del filósofo, político, poeta o científico, fragmentariamente concebidos [sino que] hay una unidad indisoluble; unidad compleja (…) que nos obliga a intentar un atisbo a la obra de un pensador original cuya mirada es universal. Si la poesía gonzalezrojana humaniza su cientificidad rigurosa, su filosofía da el matiz humanista al conjunto de su obra”.
González Rojo es un poeta que desde la trinchera de la palabra, resultado del pensamiento y ejercicio de la inteligencia, ha consolidado la brecha que abrieron a principios del siglo XX los poetas que sembraron el árbol que ahora camina cantando con notas frutales y da color a una poesía, que por momentos temían los poetas, fuese a ser simple resultado del modernismo anglosajón o el surrealismo francés, o de cualquier bella iniciativa de poetas europeos o latinoamericanos. Su manera de ejercer el lenguaje coloquial, acentúa el simbolismo de cada palabra escrita en el aro de fuego que es un poema, y nos da como resultado textos que parecieran tapices arrancados de esta, nuestra realidad mutable; lienzos capturados por un ojo reflexivo, y trazados a manera de parábola o lección de vida, con metáforas compuestas que golpean el entendimiento.
En la poesía gonzalezrojana hay golpes de pensamiento, puños cargados de emociones intensas. Uno se encuentra un laberinto al cual se le pueden borrar muros para generar entradas a otros sitios; también monstruos que son mariposas sobre su espalda. Pequeños detalles, que si somos observadores, seguro harán nuestra mente vea cosas que antes no habíamos visto, ni sentido. Tener ideas que no habíamos pensado.
Sus poemas guardan puertas, pasadizos secretos, preguntas a quema ropa, luces que dan vida a la oscuridad, y puede ser que de pronto, entre los muros de las páginas, en las ventanas que son letras, veamos al conejo que huye para esconder el secreto del truco que nos permite disfrutar y por supuesto sufrir el acto de magia que es la poesía. En esta poesía roja está el antídoto, que tendremos que buscar, aquí, en la casa interna, en este jardín, digamos, de un poeta que no sólo embelesa, hipnotiza o convence llanamente al lector de una verdad; no, sino que incita, provoca, llama a dudar; clama por la duda como pan de existencia. Luego empuja a sentir (pues como buen filósofo nos involucra en toda una teoría para practicar la inteligencia, y encaminarnos en marcha fantástica (oh, paradoja) hacia la concreción, en donde el humano, siente, quiere, duda, luego existe. Y existe, luego siente, quiere, duda. González Rojo concibe la creación poética como un engranaje (secreto, mas no divino) del discernimiento humano; la lógica poética como un argumento para desarticular la tantas veces evadida responsabilidad del poeta, y el humano, no sólo con su tiempo y sus letras, sino consigo mismo. Y de ese modo ovular la célula embrionaria de una sociedad posible, en donde ahora sí, los poetas, conscientes del peso de su palabra y de sus actos, no vuelvan a ser expulsados de la República de las Ideas.
Por eso festejemos estos 80 años de guerra, de trabajo por mantener un puño en la garganta, y dar humilde agradecimiento a Enrique González Rojo por dejar tantas puertas abiertas para que la gente entre a ese espléndido mundo que es su poesía.

*Texto leído durante el homenaje a Enrique González Rojo en sus 80 años en el Palacio de Bellas Artes

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