lunes, 15 de junio de 2009

Sobre Arraigo Domiciliario (Por Gerardo Oviedo)


En la foto, Gerardo Oviedo, Óscar Escoffié, y con el altavoz Ricardo Cartas.

*Texto leído durante la gira de VersodestierrO en la Ciudad de Puebla.

Cuando Estephani Granda Lamadrid me pidió por favor que presentara un libro, de inmediato pensé: ¡Qué flojera! Tantos buenos libros que debo leer y tan poco tiempo. Así que lo tomé a la ligera y arrumbé el libro en el estante que tengo para los libros obligatorios, tratando de postergar al máximo su lectura. Manteniendo la idea de que novela que no me introduce en su mundo en las primeras veinte cuartillas, lo encierro en el estante de los libros que comencé a leer y que no pude terminar, tal vez los leería en la otra vida, cuando reencarne en esponja marina y sean los únicos libros sobre la Tierra.

Acercándose la fecha fatal e impostergable de esta presentación y, debido a una pavorosa responsabilidad, ayer lo deshojé del librero y comencé a leerlo de una sola sentada.

Cual no sería mi sorpresa cuando me enfrenté a un texto escrito a la velocidad de la luz. Con furia. Poderoso y transparente. Donde el novelista no se regodea en su retórica enredándose él mismo y ahogándose. Lúdico y, con el mayor de los aciertos, extraordinariamente divertido. Dándome el primer indicio del autor: El humor es el primer síntoma de inteligencia.

Nuestra literatura proviene del primer conflicto dramático, fundacional: La tragedia. Los tópicos decimonónicos lindaban en ese entonces en la premisa del heróe atrapado a su destino fatal y del cual solamente, a través de una paradoja, logra salir victorioso: Su muerte.
Ya en el siglo veinte, desde Santa, de Federico Gamboa, pasando por Los de Abajo, de Mariano Azuela, Vámonos con Pancho Villa, de Rafael F. Muñoz, hasta La sombra del Caudillo de Martín Luis Guzmán y el Pedro Páramo, de Rulfo, nuestra épica fue la tragedia.

Luego vendría la época del melodrama, aderezada por el cine nacional de mediados del siglo pasado y su nacionalismo panegírico. En los años sesenta se desata la era de la tragicomedia hasta desembocar en la Farsa con el absurdo como telón de fondo. Véase la Onda y sus repercusiones nacionales.

La novela de Óscar Escoffié Padilla, debido a la velocidad que alcanza, y al cruce de líneas argumentales, encierra en cada uno de los personajes estos conflictos dramáticos.
Con una sintaxis impecable, claridad en el lenguaje, y personajes decadentes, se traza algo que me dio mucha risa cuando lo leí (debido a que dentro de novela lo critica en voz del narrador): Dice el narrador de una personaja: “Para ella todo era kafkiano, kafkiano, kafkiano”. Me explico: Cuando Joseph K, dentro de la novela el Proceso es acusado de algo que él no sabe, se deja llevar sin oponer resistencia, y, a pesar de que sabe que ese será su fin, se deja llevar como cordero ante el holocausto y muere. Así sucede con la voz única y principal de la novela “Arraigo domiciliario” a través de un macrocosmos de sarcasmo dentro de la perspectiva de un personaje, no Kafkiano, sino Escoffiano: El narrador sin nombre.

Balzac, Tolstoi y Dickens sostenían la teoría de que los novelistas que recién comienzan, tienen dificultades para conseguir nombres propios para sus personajes. Que toman los nombres de las personas más cercanas a ellos, y, cuando se les van acabando los conocidos, se apropian de los nombres de listados de periódicos, del cementerio o de culturas lejanas y exóticas. No sucede lo mismo en la novela que hoy se presenta, y aún cuando no existe ningún nombre propio, salvo las referencias literarias, pictóricas y musicales, el escritor decide nombrar a los personajes según su función dentro de su universo: El abuelo, los padres, los hermanos, la flaca 1, a flaca la dos, la poeta, su esposito, el cantante de norteño, el abarrotero, la casera, el guajolote, la garza y así sucesivamente, y donde el peso de cada uno de estos personajes se sotienen a partir de un hecho: el extraordinario oído del autor. A través de diálogos verosímiles, Oscar Escoffié Padilla, hurga en los contornos de personajes singulares para expandirnos su presencia. Y a pesar de que la voz narrativa tiene toda la fuerza de la ironía, de cómo ve el mundo, es tremendamente moralista.

Queriendo aparentar ser malo dentro de un mundo lleno de maldad, el narrador transita por lodazales y no se mancha. De ser degradado a la condición más baja, permanece limpio fuerza de sus opiniones sarcásticas, pues a pesar de que va hacia un precipicio creado por él mismo, se solaza en sus derrotas y en las derrotas ajenas. Y esa visión particular hace que el personaje se vuelva entrañable ante los ojos del lector. Sin florituras cursis narra anécdota tras anécdota a un ritmo vertiginoso que el lector del siglo XXI agradece.


Dentro de la novela no dejan de suceder cosas. Situaciones absurdas, ridículas, tristes, melancólicas, desmesuradamente elocuentes. Y, además, para el movimiento de la neurona, apreciaciones mundanas que llevan a la reflexión,, en especial ese apotegma que seduce: La poesía no salva a nadie, ni siquiera a ella misma. Y, sin embargo, a través de ella se salva una pesonaja: La poeta y su esposito, y tal vez una parte del narrador cuando afirma: “Un poquito de gentileza: a veces eso era todo lo que precisaba un derrotado para resistir cien batallas más.”. Y en la escritura, el narrador, que cuenta sus aventuras a diestra y siniestra sin contemplaciones, y algo maravilloso, sin autoconmiseración, como aquel spleen parisino: La melancolía como antídoto ante tanta barbarie. Porque el arraigo domiciliario no es hacia afuera, sino al interior del propio narrador, encerrado en sí mismo, sin escapatoria posible.


Cito: “¡Ah, pero la poesía, ese escándalo mayor!” que es la única forma de eximirse del mundo que rodea al narrador irresoluto, maestro, aprendiz de escritor, tímido, cobarde, cínico, buena onda, pendenciero, tallerista que no quiere tener alumnos, colaborador de un semanario, misántropo apocado, y que ni las posibilidades de amistad lo hacen levantarse, porque mira todo con escepticismo, desdén y lleno de una rabia contenida, por ejemplo, cuando es acusado de un crimen en su casa y que su abuelo ha incrementado su virulencia a través del chisme, el maestro huye de su propia casa y todas sus comodidades sin intentar averiguar qué sucede, no por interés, sino porque el personaje estaba harto de cómo era y ese es un buen pretexto para entrar en su propio abismo ambientado en el cambio de siglo.


Deja su trabajo de maestro y se refugia en opiniones como esta: “La mayoría de los alumnos eran apáticos o tontos contagiados de la moda milenarista. Hoy se sentían eternos vanguardistas por tener una computadora o manipular un juego de video.” También rehúye a un pasado como escritor, donde hoy espero que las semejanzas no coincidan, para bien de los presentes: “Todos nos sentíamos escritores. Hoy, que todavía conservo algún ejemplar del sambenito (que publicaron en aquellos años y que presentaron en una velada literaria), sé que definitivamente no lo éramos. Con razón evoco que gran parte del público se salió antes de que el asunto terminara. Éramos cuatro idiotas con aires de artistas trepados en una plataforma.” O párrafos adelante, cuando ya se encuentra viviendo en una pocilga verde, y una lisiada en silla de ruedas y su pareja lo abordan al enterarse, otra vez por chismes propagados por una prostituta llamada la flaca número uno, de que es escritor, esta pareja le propone mostrarle sus intentos poéticos a lo qué el narrador pone un reparo: “¿Cómo eludir el contenido de esas hojas estrujadas contra el pecho cual si fueran textos salvados del incendio de Alejandría, o los rollos del mar muerto siendo que hallaría (en sus poemas) sólo la clásica letanía de frases con palabras como “flores”, “alma”, “amor” o “corazón”?” Dando pie a la siguiente reflexión de Rilke: “El poeta que recién comienza, no sale de dos temas de los cuales no está aún capacitado para abordar de manera profunda: El amor y la muerte”. Y sin embargo, la poesía salva a la lisiada y, como la fantasía bíblica de los milagros, el narrador sentencia entre líneas: Poeta, levántate y anda.


Y aún cuando define a los poetas con un asombroso sarcasmo: “¡Señoras y señores, con ustedes: Los monos recitadores!”


Y abunda al leer los poemas de la lisiada fuera de su cuarto, en el pasillo con los ojos curiosos de los vecinos: “Queda claro que no era la reunión del trío en sí misma el motivo de mi pena, sino la exposición “poética” , como si deliberadamente quisiéramos ser oídos presumiendo una forma “rara” de ser, la naturaleza de las rimas y la actitud de la pareja ante el lector de voz alta y aquellas; como concederle públicamente una grave seriedad a algo que el resto consideraba estúpido y tan aburrido que, ante nuestra permanencia, dejaba de serlo para convertirse en intrigante... pensándolo bien, creo que aquello fue una reproducción en pequeña escala, de lo que en la sociedad sucede con la poesía, donde al poeta se le toma, las más de las veces, cual mono aullador.”


Y con esta crítica el narrador, irónicamente se contradice al soltar frases afortunadas como: “Sangraba de luz la noche por su blanca herida, y salpicada, el resto de su piel hizo desdoblarme en cielo.” Y poco a poco se va desmoronando hasta convertirse en el propio escritor de sus aventuras, pasando de: “Un pesimismo burlón a una misantropía agria.” Digno sucesor de José Agustín, Gustavo Sainz, Jorge Ibargüengoitia, Juan Villoro, Guillermo Samperio, Óscar de la Borbolla, Rodrigo Muñoz Avía, o Jonathan Tropper, o la extraordinara “Conjura de los necios” de John Kennedy Toole, entre otros, la novela es una hecatombe de sarcasmo, incluidos sus monólogos interiores encerrados entre paréntesis.

Celebro que la editorial Verso Destierro se arriesgue, en un momento tan difícil para las editoriales, a publicar textos de gran calidad y apueste por la literatura. Gracias Stephani por darme el libro y celebrar la aparición de esta novela y, sobre todo, gracias a la inteligencia de su autor por lo irreverente de sus personaje que me hicieron reír carcajadas, y sí no, para muestra un botón, lean la parte donde están en el velorio del “Guajolote” y le piden al personaje dar un discurso entre puros desconocidos. O, como dato intrascendente pero curioso, tal vez debido a que en el DF ya no se puede fumar como dios manda, ningún personaje fuma dentro de la novela pero si se suceden escenas escatológicas entre el ruido de la evacuación de la vecina y la furia del televisor a todo volúmen.


Cómprenla, se divertirán. Se los aseguro. Y tal vez habrá: Arraigo domiciliario dos. ¡Enhorabuena y muchas felicidades, maestro!

Gerardo Oviedo
11 de julio de 2009

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