Por Saúl Ordoñez
Jorge Manzanilla escribió en la dedicatoria de mi
ejemplar de Escarnio: “espero
disfrutes o detestes este libro”; y, realmente, los libros que valen la pena,
que no son todos y que siempre son, por una parte, lo que el autor puso en el
papel y, por la otra, el texto ideal que el lector co-escribe en su lectura,
causan en nosotros aborrecimiento o
disfrute, diría yo, afecto, pues uno va poblándose de libros queridos como de
personas amadas; mas, nunca nos dejan indiferentes. En este caso, lo que el
poemario de Manzanilla causó en mí fue interés, disfrute y, también, una
provocación. Daniel Pennac, en su maravilloso libro sobre la lectura Como una novela, afirma que los lectores
tenemos el derecho inalienable al bovarismo, y Escarnio me es un espejo donde hallo algunos rasgos que compartimos
varios poetas de mi generación, a la que también pertenece Manzanilla, pues yo
soy del 81 y él, del 86 del siglo y milenio pasado.
El
poemario se compone de secciones que agrupan 36 poemas. La primera, “El círculo
de los vicios”, presenta una estructura encadenada, pues el último verso de un
poema es el primero del siguiente, lo que nos obliga a una lectura de un tirón.
Esta misma estructura encadenada la utiliza Clarice Lispector en su novela La pasión según G. H., verdadero
viacrucis del verbo, descenso a los ínferos, y ella la toma, hasta donde sé, de
ciertas canciones tradicionales brasileñas. A su vez, Esther Seligson se la
apropia de Lispector para su bello y terrible poemario Simiente.
Uno
de los rasgos que compartimos varios poetas de mi generación, y que encuentro
en el poemario de Manzanilla, es un cierto interés, u obsesión, por la
enfermedad, sea física, mental, espiritual, social o textual. Quiero decir que
varios poetas de mi generación no sólo escribimos sobre la enfermedad, también
lo hacemos mediante un uso del lenguaje deliberadamente “enfermo”, a través de
ciertos recursos retóricos, como la deconstrucción del discurso, la
fragmentación, la repetición y la alteración de la sintaxis, entre otros.
En
el caso de Escarnio, la enfermedad es
espiritual: el odio “demasiado vivo” que “nos coloca por debajo de lo que
odiamos”; la infelicidad que nos hace olvidar el propio rostro, según los tres
epígrafes que abren el libro; el escarnio, porque “hay días que confundimos
rutina con agobio” (p. 10). Y la enfermedad espiritual se refleja en el cuerpo
que “se disuelve”.
Aquí
voy a jugar con el apellido del autor: la manzanilla o chamomilla es una hierba que crece silvestre en terrenos cultivados
y que tiene propiedades medicinales, sobre todo como calmante; también es el
nombre de un espíritu, un licor; pero no hay remedio ni paraíso artificial que
nos salve del escarnio: “no somos más que un certamen de segundos/ que pende
del clonazepam o de las manzanillas” (p. 31).
Tampoco
la infancia es un paraíso perdido al que podría volverse, pues, a pesar de
“cierto juguete Mi alegría postrado/ sobre un triciclo Apache” (p. 45), “no hay
inocencia que nos manche de crayones” (p. 37), sino “los taladros de la
ausencia”.
Entonces,
¿qué queda? El sujeto poético de Escarnio
se aferra a la palabra como quien se aferra al clavo ardiente o como el
náufrago a los escollos, pues, aunque “ya no hay azucenas ni jazmines decorando
las voces” (p. 23), hay que “tejer poemas de estambre” (p. 34).
Decía
Georges Bernanos que “la poesía no es nada si no es el canto de nuestra propia
miseria”. He ahí su grandeza y he ahí su insignificancia. Manzanilla es un
poeta que, con Escarnio, responde
bien a su momento histórico, y lo celebro.
Jorge Manzanilla
Pérez, (2014), Escarnio, México,
VersodestierrO, pp. 56.
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