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VersodestierrO/poesía y ensayo/la otra poesía/poesía mexicana actual y contemporánea
domingo, 1 de marzo de 2015
Sin anestesia (Happenning en 5 movimientos sobre "Manual de neurocirugía para zombis")
Por el lenguaje, que se parece a la sabiduría
El otro poema de los dones, Jorge Luis Borges
El hombre es cosa vana, variable y ondeable.
Michel de Montaigne
Primero. Crónica de un mundo creado a partir de un yo mutable.
Si tuviera que buscar una imagen visual para ejemplificar la estructura de un libro como Manual de Neurocirugía para Zombies, elegiría La escalera infinita, de Escher, o El triángulo imposible, pues creo que junto con el concepto Deleuziano de Rizoma, que Lecumberri toma prestado a la filosofía, es lo que mejor puede visibilizar la dinámica de posibilidades mutagénicas de los muertos en vida, pues siendo este modelo diverso, versátil y multidimensional, su desarrollo, en cualquiera de los casos, no va a ninguna parte.
Pero el concepto de Rizoma no basta al autor para montar su teoría, sino que desde el inicio lo transforma, al darle una primera vuelta para convertirlo en Anti-rizoma, así como una banda de Moebius en la que la cara superior siempre sigue siendo la cara superior, aún cuando esté debajo. Es decir, no será una estructura orgánica cuya capacidad de evolución devenga en una y otra forma, casi aleatoria, obviando la jerarquización artificial que la cultura impone a la naturaleza, sino que generará racimos de iguales, productos consumibles, hipnotizados, anestesiados, que en el fondo comparten una misma raíz, una individualidad humana deseante, frustrada, insaciable, que la misma masa usa para compactarse en la nada, desde el punto de vista del autor.
Segundo. El columpio de una dualidad que se sintetiza en el no ser.
En la dicotomía muerte-vida, espíritu-materia, inconciencia-conciencia, territorio-vacío, deseo-consumo, Estado-Capital (en términos económicos, por supuesto) hay una intensa reflexión sobre El otro. Ese que es el mismo, diría Borges, pero distinto. El que, según Lecumberri, “ha perdido su inmanencia”. ¿Su inmanencia de qué? De lo humano, se entiende. El libro comienza con una declaración ontológica: “El ser humano es sus deseos”. Y en contraposición a eso luego José Miguel nos regala sendos párrafos de una prosa poética en los que de manera muy fecunda expone la idea de que el zombie es el no deseante, porque es, entre otras cosas, el cuerpo sin espíritu (parafraseando). “… Sólo un diletantismo de la vacuidad, una ciencia de la muerte y la credulidad, un conformismo que busca la enajenación de las demás auto-conciencias”. Pero, ¿no es acaso el deseo, precisamente, lo propio del cuerpo?
Para Lecumberri, sin embargo, el deseo del Zombie es “un conjunto de singularidades amalgamadas”. Y estas singularidades las explora con la imagen de la isla. Bajo estos principios especulares, nos adentramos en una atmósfera Carroliana de ilusión conceptual, semántica y formal que, por un lado, como dice Cynthia Pech en su Anfiteatro, es un reto de escritura y de lectura; y por otro asistimos a la transformación de una voz narrativa, que es la del autor, quizás, o la de un personaje ficcional, que de manera crítica renuncia a su humanidad para convertirse en zombie, para ser congruente con la tesis de que ese es el destino de todo individuo civilizado”.
Esta paradoja sí es rizomática pues el discurso emana de una conciencia sumamente autocrítica que se asimila al objeto de su crítica para ser criticado a su vez, al tiempo que actúa acríticamente, como resultado de su nueva naturaleza. Un círculo vicioso de producción y consumo. Una contradicción.
Tercero. La marabunta es una colectividad que ilumina, si no oscurece.
El texto es multívoco, lleno de intertextualidades que apelan a la filosofía social, a la psicología, a la mitología, a la ciencia, a la literatura, en un ejercicio al parecer de escritura automática que filtra todas las preocupaciones del inconsciente del autor, como lo ha venido haciendo en El matemático negro, y H1, textos que conforman las dos primeras partes de esta trilogía en la que nos queda clara la convicción de Lecumberri de que el ser humano es y está destinado a ser una nulidad. Es decir a no ser. En esta obra el personaje es un zombie en esa transición en la que desea dejar de desear para ser deseado.
Todo este entramado conceptual sirve a la literatura para metaforizar una conducta social, digamos, reciente (al menos 100 años): La de la docilidad hacia el consumo acrítico de todo lo que el aparato capitalista ofrece como sentido y propósito de vida. En torno a este ser desespiritualizado hace un repaso histórico de la escritura, desde la Epopeya de Gilgamesh hasta los intelectuales orgánicos del momento, pasando por el concepto de piedad, exilio, indigenismo, feminismo, machismo, otredad, sexualidad, salvación, mediatización, identidad, control, canibalismo, imperio, degradación, en una dialéctica de voces que va de la omnisciencia narrativa que habita el espacio teórico y poético del lenguaje, a la primera persona auto-referencial en presente que rompe el discurso con intervenciones cotidianas y domésticas del tipo “Otro cigarro que se fuma el aire. Salgo a comprar más delincuentes. Vuelvo y despejo el escritorio. Prosigo.”
Cuarto. Del Cogito ergo sum al compro luego existo y viceversa.
El título Manual de Neurocirugía para Zombies es muy atractivo, pero su contenido seguramente decepcionará a más de uno, pues lejos de encontrarse con un texto, en el mejor de los casos, satírico, a la manera en que Cortázar tramó sus instrucciones, o con una serie de indicaciones quirúrgicas para enfrentar al “hito de la pandemia”, como él lo llama, uno se topa con un ensayo que gira sobre sí mismo queriendo construir un mecanismo filosófico como una torre de Jenga, cuyas inconsistencias lo derrumban constantemente. Se engolosina en la crítica y en el juicio histórico y político con un absolutismo poco real que abarata el ímpetu poético que lo anima, pues ni el sistema es todo lo malo que plantea, ni el individuo es tan imbécil como supone. Prueba de ello es, al menos, el pequeño grupo que aquí se reúne -creo. Y menos ahora cuando el consumidor es un producto altamente sofisticado, crítico y exigente, con un conocimiento profundo de sus necesidades y de lo que se ofrece para satisfacerlas. Si esto no es la mayor expresión del sujeto deseante, y al tiempo, desde la perspectiva budista, del mayor de los sufrimientos, no sé dónde encontrar otro ejemplo. Con esto quiero apuntar un primer argumento contra la tesis apocalíptica de que el destino de todo individuo civilizado es volverse zombie, y rebatir la afirmación de Cisneros de la Cruz cuando dice en su ensayo sobre el libro que “a diferencia de los otros textos de Lecumberri, éste trasciende la contemplación y se vuelve acción. Sí, en lo interno, en esos ríos subterráneos que ofrece la literatura, en la ficción y el personaje omnisciente que muta en otro él; sí en el ritmo y la búsqueda de estilo que crea una musicalidad a veces tropezada, a veces tartamuda, y otras vibrante y explosiva. No en cuanto al lo exterior. Sigue, como el modelo de Escher, estático, regodeándose en la descalificación de un modelo de sociedad donde el individuo auto-regulado, como una individualidad interdependiente, y organizada sí tiene la posibilidad de crear una voz consciente. No todo está perdido, quiero pensar. Siento. Deseo.
Quinto. La casa del lenguaje es el seno donde se urden las conciencias.
“La escritura repara lo roto”. Esta afirmación es un bálsamo que urde las tramas de los argumentos en este ensayo-poema-delirio, que a veces pareciera no tener ni pies ni cabeza. Celebro momentos de brillantes astucias literarias, como las nombraría Ricardo Garibay, y lamento otros en los que la sintaxis es un fárrago cuyos retruécanos lejos de despejar las sombras e iluminar, ensordecen, oscurecen, empañan la comprensión de los conceptos, crípticos, de por sí. Me encanta la mención a la correctora, sobretodo en ese párrafo donde dice: “Sin unidad temática ni coherencia discursiva. Prosigue. Y luego dice “Este libro no tiene finalidad alguna. Es como su autor, completamente desatinado. No tiene centro ni márgenes, como el universo. Es una aleatoriedad desmedida. Prosigue”. Y uno sabe que esto, más allá de una autocrítica, es un guiño formal, un acto poético dentro del poema, que trasciende la doxa.
Fuera de los títulos de los apartados en los que divide su panfleto, y lo digo en el mejor de los términos, es decir, ”Escrito breve o impreso de carácter satírico y agresivo que se utiliza como medio de combate en polémicas ideológicas o literarias o como medio de difamación”, la alusión a una técnica quirúrgica para intervenir el cerebro del ente en cuestión, es decir, el zombie, brilla por su ausencia. Es decir, más allá de la autoinmolación que acaba con el mismo personaje transformándose de víctima en verdugo no hay una propuesta, y salvo la escritura misma, claro, que redima esta pandemia. ¿Acaso la conciencia?
Notas sobre Glosar rupestre de Jorge Aguilera López
Por Hiram Barrios
1.- La musa nació cantando
Los vínculos entre la poesía y la música
son tan estrechos que ni los hábitos de lectura actuales pueden soslayarlos.
Rapsodas, juglares, trovadores o troveros cantaron con la lira y esta herencia signó de forma definitiva el género, que por
nada se conoce como lírico. El siglo
XIX, cuando la poesía ya era, casi siempre, degustada en la hoja de papel,
Téophile Gautier aseguró que el poema era para ser leído. Tras él han sido
muchos los que han apoyado esta noción (Alfonso Reyes, entre ellos). Y es
difícil imaginarlo de otra forma. El protocolo de lectura así parece exigirlo:
adquirir un título de poesía, leerlo en la comodidad del hogar, en el claustro,
en el barullo del transporte público o donde fuere, según el ánimo o la
costumbre del lector. Las lecturas poéticas son pocas y sólo en estos espacios
se rompe el hábito. Sin embargo, la poesía sigue siendo en esencia musical.
Baste con enlistar a los autores cuyos versos suelen musicalizarse con ahínco:
Antonio Machado, Miguel Hernández, Federico García Lorca, Pablo Neruda,
Gabriela Mistral, Nicolás Guillén, Ernesto Cardenal, Juana de Ibarboru y un
largo, larguísimo etcétera de poetas cuya palabra ha sido cantada.
La
vanguardia trató de rescatar la musicalidad del verso y de elevar el sonido a
prioridad en el ejercicio de lo poético. No deja de ser curioso que, en la
actualidad, colectivos de poesía intenten mostrar una vocación innovadora sólo
por acompañar con música electrónica una composición poética. Quien escuche la
discografía, por ejemplo, de Motín poeta entenderá.
El denuesto por la musicalidad inherente, intrínseca del verso, es evidente en
estos trabajos que parecen no entender la naturaleza misma de la palabra.
Ejercicios lúdicos que merecen ser escuchados, pese a las taras que a todas
luces exponen.
2.- El rock y la poesía
Ignoro el momento exacto en el que el
rock y la poesía estrecharon la mano. Lo cierto es que desde los orígenes del
género musical el coqueteo entre estos fue latente. Hay canciones cuyas letras
son más poéticas que muchos textos que se precian de serlo, y viceversa, poemas
a los que únicamente les falta el solo de guitarra para entonarse, voz en
cuello, en un concierto de rock. Los
escritores de la Onda pusieron el dedo en el renglón. En la ruta de la Onda (1972), Parménides García Saldaña señaló la
importancia del rock para la juventud de la década de los sesenta y principios
de los setenta. Éste, portavoz de esa generación, y muchas otras que devendrán,
representa una protesta cultural que cuestionó con vehemencia los valores en
turno y la posición de la juventud frente a los aparatos de poder. El rock y la
poesía empatan precisamente por ese hálito de rebelión, por el ánimo
contestatario que les es natural.
El
rock mexicano de los setenta y los ochenta, con sus mezclas de ritmos
autóctonos (el huapango, el son, el corrido, la música ranchera), sus exploraciones
en los vericuetos verbales del lenguaje citadino, aunado a las peripecias y la
filosofía de vida de la urbe, promovieron una forma muy particular de
identificación entre la juventud que buscaba enarbolar una crítica social que
respondiera a sus inquietudes más profundas. El rock, conocido con el
calificativo de “rupestre”, legó juglares modernos que retrataron la intimidad
de la ciudad con un lenguaje que reflejaba el habla de una juventud que
entiende e interpreta su mundo de manera diferente a la de sus predecesores. El
libro Rupestre (2013), de Jorge Pantoja, acaso sea el mejor
referente para acercarse a este movimiento de mucha actualidad. La música de aquéllos comienza a despertar
el interés entre la intelectualidad mexicana, no así las letras de estos juglares, en denuesto generalizado por la alta
cultura, que siguen necesitando una aproximación veraz que redimensione su
contenido y su forma literaria, pues es innegable las semejanzas que guardan
con no pocas poéticas que fueron sus contemporáneas.
3.- Glosar
rupestre
Glosar
rupestre, título de Jorge Aguilera López, se erige como un
homenaje a la propuesta y la protesta cultural encabezada por aquellos músicos.
En éste, las canciones que la cuidad le grita al poeta adquieren una
musicalidad propia. Poemas, algunos de ellos finamente asonantados, en los que
se atisba un desgarbo, una crudeza que hace del verso una verdadera rasgadura. Se
trata de un libro sumamente sugerente que debe leerse con detenimiento para
hallar los ecos, las reminiscencias y las presencias que se aluden siempre a
manera de glosa: comentario, explicación, apostilla.
La ciudad bien podría
ser uno de los motivos principales de este libro. Una ciudad vista desde la
palabra. En esto halla un vínculo con los juglares rupestres. La palabra
“Glosa” en el título es significativa porque marca el derrotero que tomará el
libro. No se trata de una repetición o de una adaptación de las letras del rock
rupestre, es algo más complejo. Es, también, una crítica a este movimiento. De
otra forma estaríamos ante un epígono, un imitador acaso. Pero quien se acerque
al libro descubrirá que se trata de un poeta de vocación.
El vocabulario del
libro es en parte antipoético. En parte porque Aguilera López sabe cómo y cuándo detenerse, virar y
recomenzar el camino para asir un lenguaje propio. Lejos estamos del lenguaje ñerito que profetizaba
Parménides García Saldaña, pero no tan distante de los primeros antipoemas de
Nicanor Parra. Aguilera López nos
recuerda, no sin razón, que la “pinche
piedra / sigue victimando / al viejo, / al ebrio / a la puta, / al poeta / al
asesino, / a Dios.” Concuerdo con los editores al señalar que se trata de “un
libro que se arriesga como pocos en México, a abordar abiertamente con una
postura popular de la poesía, el ejercicio lúdico y reflexivo de la tradición
poética en la obra propia.” Acaso no hay mejores palabras: en este libro hay
riesgo, hay sensatez, hay humor y la mezcla de estos es de sumo apetecible.
Desconozco cuánto tiempo gastó el poeta en
conformar este volumen. Me niego a pensar que fue hecho en un lapso breve. Es
un título muy cuidado, que delata una pluma observadora y paciente. (Quizá me
equivoque, quizá fue elaborado en poco tiempo, lo que hablaría del genio del
autor). Aunque un mismo aire de familia permea en todo el libro, cada sección
es distinta de la precedente, y de la que deviene. Hay al menos dos poetas en Glosar rupestre. En otra ocasión abordaré este punto. Baste
decir que se trata de un libro que augura una propuesta fresca que merece
ponderarse en beneficio de la poesía que se escribe hoy en el país. Una lectura
necesaria para completar el panorama de la lírica mexicana reciente y
comprender la complejidad de la misma.
Desafiar la quemadura de las ruinas (sobre "Mapa del cielo en ruinas")
Por Santos Velázquez
“… soy cuerpo soy palabras/ubicuidad para imaginar/que alguno de los que hemos llamado hombres/alguna tarde de lluvia/alguna tarde de viento/alguna tarde de historias/podría besarme/ y podría nombrarme…”/
Y es que el amor es una eterna insatisfacción, no hay manera de calmar esa sed. El agua es a veces demasiada amarga, a veces demasiado dulce; la mezcla sólo produce melancolía. Pero nuestra poeta, se atreve a desafiar al arcano, quiere describir un Mapa del cielo en ruinas, acercar su experiencia para que la recordemos como una luz necesaria en medio de la tormenta
“Sólo me nombran en voz muy baja/cuando creen que la espesura del tiempo/ha caído, sólo me tocan cuando creen/que puedo olvidarme de mi propio nombre…”/
“Porque escribo algunos han silenciado mi cuerpo./Porque bailo algunos quieren arrancarme/las palabras.”/
“Tal vez alguna tarde me miren/un segundo y me invoquen durante un minuto/pero serán años los que guarden mi nombre/ en la gaveta de las raras…”/
Sí, ella en verdad ha sido tocada por el amor, como lo estuvo Alfonsina Storni, Rosario Castellanos y María Zambrano, a quienes hace referencia en su libro; pero en realidad todas las mujeres están presentes, por el sortilegio del amor, en el poemario. No sólo ellas; los rostros masculinos, femeninos, y los otros, tienen cabida en el poemario. En medio de este universo Rocío García Rey se atreve, y lo logra, ver su verdadero rostro. En este punto es necesario mencionar el amor fraterno y el amor lejano por el novio de la niñez, experiencias más cercanas a la plenitud de lo alcanzable, de igual manera amplias y profundas, pero al final sólo aproximaciones al abismo, a esa oscura e ingenua experiencia que nos hará cantar varias veces para después llorar a gritos. Sin un orden definido, el amor deja siempre su quemadura, penetra no sólo la carne sino lo más íntimo del ser. Siempre celebraré la poesía que nace del amor y no hay manera que se presente la confusión para hablar de aspectos técnicos que el poeta va puliendo en el camino. Me quedo con las imágenes del libro que hablan de la presencia misteriosa, de esa voz que emerge libre y poderosa más allá de la intención de la propia personalidad. Todos vamos juntos en la creación del poema perfecto, queremos verlo materializado y quizá entonces se acabe o empiece un nuevo mundo; por eso puedo decir con Rocío García Rey:
“Querida Antonieta, no llores más,/ en memoria de tu bandera ocre/estoy rearmando la representación/ de lo que han nombrado amor,”…/
“…amada, no mueras porque alguien no quiso/ adherir al mar en ti. /Ellos se marcharán siempre siempre”…/
“En el archivo de las ciudades rotas/ tu nombre permanecerá en la lluvia./
Sí. Nosotros cuando en verdad somos también dejamos de ser, permitimos que nos tome la otra voz, se adueñe de los sentidos y nos estremezca. Que importa que no haya manera de salir ilesos, de abandonar el barco antes de que sea arrebatado por ese mar. Ella, la poeta lo sabe:
“Quise salir ilesa del juego de la memoria/quise salir ilesa luego de quemar/mis cartas sin remitente alguno”…/
“Con precaución me asomo al atrio/tengo miedo de hallar incompleta/alguna madrugada”./
Todos los rostros, todas las experiencias servirán para unir el círculo roto del amor, para construir el poema perfecto. Por algún misterio divino el ser humano aún tiene que caer en el abismo para entender el cielo, por eso creo en lo que dice nuestra poeta:
“En la zona del naufragio/ en la zona de la muerte/hemos visto los resquicios/ de los expedientes clandestinos”./
Quien no pretenda ser alcanzado por el fuego, no se acerque a esta puerta. No hay promesas de un bienestar seguro, no se conocen a ciencia cierta historias que alcancen la plenitud, y es que tal vez, sólo lo que nos pone a prueba vale la pena, sólo lo desconocido puede llevarnos a la inmensa satisfacción de amar lo inalcanzable. Y quiero terminar las citas poéticas no sin antes recomendarles este buen libro y en especial el poema Bugambilias:
“Perdonen las amantes/por no haber permanecido/en el nuevo puerto./Dispensen las amantes/que me abrazaron/aun en los días sin sol./Perdonen las amantes/por esta frag/men/tación que /soy.”/
Rocío García Rey ha abierto una puerta al escenario donde los contrincantes todavía pelean por el amor; pero ha manifestado la voz de la poesía, la ha dejado ser para que nos aproximemos a la verdadera libertad. Es posible que aún no estemos preparados para comprender y empezar a reconstruir el Mapa del cielo en Ruinas, pero tomemos el fuego, desafiemos su quemadura. SALUD.
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