viernes, 5 de diciembre de 2014

Escarnio, de Jorge Manzanilla Pérez



Por Saúl Ordoñez




 
Jorge  Manzanilla escribió en la dedicatoria de mi ejemplar de Escarnio: “espero disfrutes o detestes este libro”; y, realmente, los libros que valen la pena, que no son todos y que siempre son, por una parte, lo que el autor puso en el papel y, por la otra, el texto ideal que el lector co-escribe en su lectura, causan  en nosotros aborrecimiento o disfrute, diría yo, afecto, pues uno va poblándose de libros queridos como de personas amadas; mas, nunca nos dejan indiferentes. En este caso, lo que el poemario de Manzanilla causó en mí fue interés, disfrute y, también, una provocación. Daniel Pennac, en su maravilloso libro sobre la lectura Como una novela, afirma que los lectores tenemos el derecho inalienable al bovarismo, y Escarnio me es un espejo donde hallo algunos rasgos que compartimos varios poetas de mi generación, a la que también pertenece Manzanilla, pues yo soy del 81 y él, del 86 del siglo y milenio pasado.
El poemario se compone de secciones que agrupan 36 poemas. La primera, “El círculo de los vicios”, presenta una estructura encadenada, pues el último verso de un poema es el primero del siguiente, lo que nos obliga a una lectura de un tirón. Esta misma estructura encadenada la utiliza Clarice Lispector en su novela La pasión según G. H., verdadero viacrucis del verbo, descenso a los ínferos, y ella la toma, hasta donde sé, de ciertas canciones tradicionales brasileñas. A su vez, Esther Seligson se la apropia de Lispector para su bello y terrible poemario Simiente.
Uno de los rasgos que compartimos varios poetas de mi generación, y que encuentro en el poemario de Manzanilla, es un cierto interés, u obsesión, por la enfermedad, sea física, mental, espiritual, social o textual. Quiero decir que varios poetas de mi generación no sólo escribimos sobre la enfermedad, también lo hacemos mediante un uso del lenguaje deliberadamente “enfermo”, a través de ciertos recursos retóricos, como la deconstrucción del discurso, la fragmentación, la repetición y la alteración de la sintaxis, entre otros.
En el caso de Escarnio, la enfermedad es espiritual: el odio “demasiado vivo” que “nos coloca por debajo de lo que odiamos”; la infelicidad que nos hace olvidar el propio rostro, según los tres epígrafes que abren el libro; el escarnio, porque “hay días que confundimos rutina con agobio” (p. 10). Y la enfermedad espiritual se refleja en el cuerpo que “se disuelve”.
Aquí voy a jugar con el apellido del autor: la manzanilla o chamomilla es una hierba que crece silvestre en terrenos cultivados y que tiene propiedades medicinales, sobre todo como calmante; también es el nombre de un espíritu, un licor; pero no hay remedio ni paraíso artificial que nos salve del escarnio: “no somos más que un certamen de segundos/ que pende del clonazepam o de las manzanillas” (p. 31).
Tampoco la infancia es un paraíso perdido al que podría volverse, pues, a pesar de “cierto juguete Mi alegría postrado/ sobre un triciclo Apache” (p. 45), “no hay inocencia que nos manche de crayones” (p. 37), sino “los taladros de la ausencia”.
Entonces, ¿qué queda? El sujeto poético de Escarnio se aferra a la palabra como quien se aferra al clavo ardiente o como el náufrago a los escollos, pues, aunque “ya no hay azucenas ni jazmines decorando las voces” (p. 23), hay que “tejer poemas de estambre” (p. 34).
Decía Georges Bernanos que “la poesía no es nada si no es el canto de nuestra propia miseria”. He ahí su grandeza y he ahí su insignificancia. Manzanilla es un poeta que, con Escarnio, responde bien a su momento histórico, y lo celebro.

Jorge Manzanilla Pérez, (2014), Escarnio, México, VersodestierrO, pp. 56.